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Rodar

Hoy me desperté, como tantas veces, con ganas de saltar del mundo;
arrojar mi sombra al primer tren,
al primer abrazo,
a la primera mirada que busque rozarme las alas.
Dar mis pasos como si fueran los primeros:
pasos torpes,
lentos,
trastabillados.

Quise pasar de largo por los espejos de la casa
-no soporto la idea de cruzarme con esos ojos que me juzgan-
y guardar en algún bolso algunas cosas, alguna música, algún olor,
lo necesario para cubrir la cuota de aún seguir vivo;
despedirme de mis seres
abrir la puerta de entrada sigiloso
y huir.
No buscar a nadie,
no llevar teléfonos ni agendas,
dejar atrás identificación alguna.
Olvidar lo aprendido,
lo enseñado,
lo hablado;
cargar solo con esta humanidad que se va cansando día a día,
aferrándose al consuelo de no asfixiarse.

Deambulé por la casa
mientras afuera las perras se movían inquietas,
mientras adentro las luces respiraban debajo de las sábanas
ajenas a mis desgastes
ausentes a mis desmembramientos y condenas.

Intenté buscar en mis manos el resto diurno de la caricia,
encontrar, al menos, el roce casual, el dolor no propio,
la humedad de lágrimas contenidas,
el calor de un recuerdo;
pero las vi vacías, inertes, innecesarias.
Justo ellas que supieron abrazar, consolar, rascar, detener,
avanzar, ajustar, escribir y borrar y volver a escribir;
justo ellas que cocinaron, amasaron, revolvieron, resolvieron, atravesaron;
juro que más de una vez las vi moverse para señalar, saludar, contar,
repartir y barajar
y volver a repartir. Pero ahora solo estaban.

De un momento a otro me supe guardando ropa,
cuaderno y lapicera en mi desvencijada mochila;
y vi a mi sombra acercarse a la cama pequeña
y besar a ese bulto que se movía intranquilo;

y vi a mi sombra -decía- detenerse en la cama grande,
sentirse forastera, rozar la madeja inmóvil cubierta de telas
y decir adiós con los ojos mudos;

la vi abrir la puerta
chocarse con el frío de la madrugada,
levantarse el cuello de la campera,
atortugarse un poco y dar pasos.
La vi llegar al portón de entrada sin darse vuelta, sin esperarme.
Sacar sus llaves, abrir la rejas
y echarse a rodar.

Nada fue mágico ni siquiera por un momento.

A los cinco minutos la vi volver más vieja,
más derrotada.
Pasó delante mío sin hablarme,
vació la mochila y fue al cajón a buscar qué fumar.

Mi sombra se sentó en la ventana a exhalar el humo que hace años viene cargando.

Se dio vuelta una o dos veces,
para ver si algunos ojos -los míos- la observaban sin lástima.

No pude acercarme para dar esa palmada necesaria,
porque mis manos -creo que lo dije- estaban vacías.
Solo atiné a sentarme a su lado, en silencio,
y esperar a que el día
llegase con sus ladridos,
sus voces, sus obligaciones.
Solo le dirigí la mirada para verla desaparecer entre las luces,
evaporarse en silencio hasta el próximo insomnio,
hasta el próximo despertar.

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