–¿y ése? –preguntó curiosa.
–Ése tiene forma de elefante –respondió la otra con aires de docente; aunque no sabía si era un elefante porque no conocía los elefantes, o los conocía pero no los llamaba elefantes; ese nombre fue impuesto por ellos, por aquellos, por los otros, no por ellas. Ellos nombraban a las cosas, rotulándolas con un idioma desconocido, con un idioma que a garrotazos fue llamando tigre a los tigres, cebra a las cebras, elefante a los elefantes. Ellas repetían el idioma hegemónico sin entender bien por qué lo hacían.
–¿y aquél? –preguntó de nuevo la más chiquita.
–¡qué sé yo! –respondió la otra con fastidio, mientras seguía mirando hacia abajo tratando de encontrarle forma a las cosas.
Luego, aburrida por el juego y abatida por la conformidad general, abrió su pecho y abandonó su amargura sobre la Tierra.
Esa tarde llovió sesenta milímetros sobre el zoológico de la Capital. Quienes caminaban cerca juraban que el agua de la lluvia tenía un triste sabor salado.
*publicado en el libro TRAZOS TRIZAS TROZOS (cantamañanas, 2011)
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